CAP 5 segunda etapa: llamamiento de la Iglesia de Cristo

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(pag 95 a 98)
El fracaso de Israel como instrumento del plan de Dios es una interrupción temporal visible que dura ya casi dos mil años. Para nuestro entendimiento humano este período parece increíblemente largo, pero en el cálculo de la infinita eternidad es un tiempo corto.
Esta breve y temporal interrupción no es un fracaso en la restauración del reino de Dios, sino solamente una tregua provisional de la última preparación hacia su fiel y justo florecimiento. Porque en el temporal rechazo de Israel a su Rey comenzó el nacimiento o aparición de la Iglesia de Cristo. La Iglesia no es la continuación del reino de Dios sobre la Tierra en otra forma y de un modo distinto. En contra de lo que piensan algunos y predican muchos desde los púlpitos la Iglesia no es una organización. La Iglesia es un organismo.
Para el establecimiento del reino de Dios fue escogido y reconocido un pueblo apartado, una nación entera. En cambio, la Iglesia no es un pueblo, sino Ecclesia.
En la antigua Grecia se denominaba la institución nacional, semejante a nuestro Senado actual, Ecclesia. Se componía de las mejores personas del país, a quienes el pueblo llamaba, apartándolas de la masa restante de ciudadanos para la conducción del país. De aquí proviene el nombre de Ecclesia, que significa “separada”, “llamada”. De esta institución dependían todas las decisiones importantes en la vida de todo el pueblo.
Al surgir la Iglesia de Cristo, recibió la misma denominación de Ecclesia en virtud de su naturaleza y significa, porque ella no es el pueblo, sino que se compone de personas separadas, apartadas y llamadas por el Espíritu Santo de entre todas las tribus y pueblos que habitan la Tierra.
En Israel existía la ley por la cual el pueblo debía entregar a Dios de lo mejor de todas las primicias: del campo, del huerto, de los rebaños de todo animal y hasta de los hombres. Todos los primogénitos pertenecían a Dios. La Iglesia está compuesta de primogénitos humanos.
Tal vez surja una pregunta referente a la calidad de miembros visibles de la Iglesia, porque en el seno de la misma encontramos a muchos que pueden parecernos lo peor y no lo mejor del número de la familia humana.
Desde el principio mismo vemos dentro de ella a simples pescadores como Pedro, Juan y otros. También notamos a ávidos e impuros recaudadores de impuestos, entre los cuales están Mateo y Zaqueo; mujeres como María Magdalena, la que se hallaba posesionada por siete demonios; el malhechor de la cruz; el opresor, perseguidor y homicida Saulo; más tarde el apóstol Pablo. Todos éstos fueron miembros de la Iglesia en sus primeros años.
En la posterior historia de la Iglesia, especialmente en nuestros días, hallamos que hay dentro de la misma quienes eran borrachos, drogadictos, mentirosos, ladrones, adúlteros y homicidas; sin contar quienes cumplieron condenas carcelarias y en trabajos forzados, por sus delitos. ¿De qué manera estas personas pueden ser las mejores de entre toda la Humanidad? ¿Cómo pudo el Señor apartar a los tales y hacerlos miembros de su Ecclesia?
Nosotros vivimos dentro de un marco limitado en nuestro conocimiento, porque vemos únicamente la apariencia externa del hombre; sin embargo, no conocemos la calidad de muchas cosas interiores. Dios no mira el aspecto externo, sino la naturaleza interna. A veces El ve, bajo la misma envoltura grosera, repugnante y poco atractiva de la existencia humana, un extraordinario valor y grandeza de alma.
Por eso, El envía a sus representantes, a sus testigos, en medio de todos los pueblos con la buena nueva de salvación para cada habitante de la Tierra. Con esta buena noticia El logra levantar a los caídos en la suciedad del vicio, apartándolos del ambiente en que viven por medio de su Palabra, regenerándolos con el Espíritu Santo a una nueva vida, lavándolos con su sangre del lodo pecaminoso, y hace de ellos perlas preciosas con la pureza cristalina que ha de brillar con su luz por los siglos de los siglos. De estos llamados y apartados de entre todos los pueblos, como de piedras vivas, El organiza su Ecclesia (1 Pedro 2.4-5), la “Iglesia de los primogénitos” (Hebreos 12.22-23)
Durante el último encuentro con Cristo, antes de su ascensión al cielo, estando reunidos en su derredor, los discípulos le preguntaron: “Señor, ¿restaurarás el reino de Israel en este tiempo?” En respuesta a este interrogante El les declara: “No toca a vosotros saber los tiempos o las sazones que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros, el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra.” La pregunta acerca del restablecimiento del reino está reservada conforme a la voluntad de Dios Padre; aquí comienza la separación y el llamamiento de la Ecclesia. Id por todo el mundo, buscad, llamad, salvad de este mundo y redimid a las almas; he aquí el poder de Cristo dado a sus discípulos.
La tarea de la Iglesia no consiste en restablecer el reino de Dios, ni tampoco en predicar sobre el reino, porque el Señor no encomendó tal cosa a su Iglesia y nunca lo hará. El pueblo de Israel fue llamado al reino; por consiguiente, él mismo se ocupará de esto cuando venga el tiempo señalado por el Padre. En cambio, los miembros de la Iglesia son escogidos y llamados para invitar a otros, los cuales son regenerados para regenerar a otros. “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros” (Gálatas 4.19), decía Pablo. Y así será hasta el tiempo en que su cuerpo, su Ecclesia, alcance la plenitud señalada por Dios (Romanos 8.29-30, y 11.25)
Por eso, la orden de “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura; el que creyere y fuere bautizado, será salvo y el que no creyere, será condenado” suena para todo el que en El cree (Marcos 16.15-16)

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